Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento

Apéndice

Parte segunda

Documentos del autor sobre el «Facundo»

I

CARTA AL PROFESOR DON MATÍAS CALLANDRELLI,
AUTOR DE UN DICCIONARIO ETIMOLÓGICO DE LA LENGUA CASTELLANA

Mi estimado señor:

Tengo el gusto, para satisfacer a su pedido, de enviarle un ejemplar de la Vida de Facundo Quiroga, reputado generalmente como el escrito más peculiar mío.

En cuanto a lenguaje, revisó esta última edición el hablista habanero Mantilla[24], hallando poco que corregir de los anteriores, y, según dijo, llamándole la atención la ocurrencia frecuente de locuciones anticuadas, pero castizas, que atribuía a mucha lectura de autores castellanos antiguos.

No siendo ésta la verdad, indiquele como causa que habiéndome criado en una provincia apartada y formándome sin estudios ordenados, la lengua de los conquistadores había debido conservarse allí más tiempo sin alteraciones sensibles, lo que corroboraba yo con muchos hechos, y aceptaba él como plausible, bien así como los ingleses insulares de hoy han hallado en Norteamérica locuciones que atraía Johnson y no conserva Webster en su Diccionario.

La corrección de pruebas de mis Viajes la hizo don Juan M. Gutiérrez, de la Academia de la Lengua; y don Andrés Bello, igualmente académico, que gustaba mucho de Recuerdos de provincia como lenguaje y como recuerdos de costumbres americanas, rechazaba por infundadas muchas de las correcciones de Villergas que la echaba de hablista y que encontró en la Habana a quien parler en achaque de lengua castellana; pues es hoy un hecho conquistado que los mejores hablistas modernos son americanos, hecho reconocido por la Academia misma, acaso porque necesitan más estudios de la lengua los que viven fuera del centro que la vivifica, y están más influídos por los elementos extranjeros y extraños a su origen, que tienden a incorporársele.

Es lo más breve que puedo decirle para su dirección en el uso que quiera hacer de mis escritos, agradeciéndole cordialmente su buen deseo.

Tengo con este motivo el gusto de suscribirme su afectísimo amigo

D. F. Sarmiento.

Buenos Aires, agosto 12 de 1881.

II

JUAN FACUNDO QUIROGA

ADVERTENCIA DEL AUTOR

Después de terminada la publicación de esta obra, he recibido de varios amigos rectificaciones de varios hechos referidos en ella. Algunas inexactitudes han debido necesariamente escaparse en un trabajo hecho de prisa, lejos del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto de que no se había escrito nada hasta el presente, al coordinar entre sí sucesos que han tenido lugar en distintas y remotas provincias, y en épocas diversas, consultando a un testigo ocular sobre un punto, registrando manuscritos formados a la ligera, o apelando a las propias reminiscencias, no es extraño que de vez en cuando el lector argentino eche de menos algo que él conoce o disienta en cuanto a algún nombre propio, una fecha, cambiados o puestos fuera de lugar.

Pero debo declarar que en los acontecimientos notables a que me refiero, y que sirven de base a las explicaciones que doy, hay una exactitud intachable de que responderán los documentos públicos que sobre ellos existen.

Quizá haya un momento en que, desembarazado de las preocupaciones que han precipitado la redacción de esta obrita, vuelva a refundirla en un plan nuevo, desnudándola de toda digresión accidental, y apoyándola en numerosos documentos oficiales, a que sólo hago ahora una ligera referencia.

1845

III

On ne tue point les idées.
Fortoul.

A los hombres se les degüella; a las ideas, no.

A fines del año 1840 salía yo de mi patria, desterrado por lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales sangrientas de soldadesca y mazorqueros. Al pasar por los baños de Zonda, bajo las armas de la patria que en días más alegres había pintado en una sala, escribí con carbón estas palabras:

On ne tue point les idées.

El Gobierno, a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada de descifrar el jeroglífico, que se decía contener desahogos innobles, insultos y amenazas. Oída la traducción, «¡y bien!—dijeron—, ¿qué significa esto?»...

Significaba simplemente que venía a Chile donde la libertad brillaba aún, y que me proponía hacer proyectar los rayos de las luces de su Prensa hasta el otro lado de los Andes. Los que conocen mi conducta en Chile, saben si he cumplido aquella protesta.

IV

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1845

«Je demande à l'historien l'amour de l'humanité ou de la liberté; sa justice impartiale ne doit être impassible. Il faut au contraire, qu'il souhaite, qu'il espérè, qu'il souffre, ou soit heureux de ce qu'il raconte.»

Villemain, Cours de Littérature.

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aun después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: «¡No!; ¡no ha muerto! ¡Vive aún! ¡El vendrá!» ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento; su alma ha pasado a este otro molde más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre que ha aspirado a tomar los aires de un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fué reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo. Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus enemigos quieren disputarle el título de grande que le prodigan sus cortesanos? Sí; grande y muy grande es, para gloria y vergüenza de su patria, porque si ha encontrado millares de seres degradados que se unzan a su carro para arrastrarlo por encima de cadáveres, también se hallan a millares las almas generosas que en quince años de lid sangrienta, no han desesperado de vencer al monstruo que nos propone el enigma de la organización política de la República. Un día vendrá; al fin, que lo resuelva; y la Esfinge Argentina, mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo sanguinario, morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata el rango elevado que le toca entre las naciones del Nuevo Mundo.

Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los puntos en que están pegados.

La República Argentina es hoy la sección hispanoamericana, que, en sus manifestaciones exteriores, ha llamado preferentemente la atención de las naciones europeas, que no pocas veces se han visto envueltas en sus extravíos, o atraídas, como por una vorágine, a acercarse al centro en que remolinean elementos tan contrarios. La Francia estuvo a punto de ceder a esta atracción, y no sin grandes esfuerzos de remo y vela, no sin perder el gobernalle, logró alejarse y mantenerse a la distancia. Sus más hábiles políticos no han alcanzado a comprender nada de lo que sus ojos han visto al echar una mirada precipitada sobre el poder americano que desafiaba a la gran nación. Al ver las lavas ardientes que se revuelcan, se agitan, se chocan bramando en este gran foco de lucha intestina, los que por más avisados se tienen, han dicho: es un volcán subalterno, sin nombre, de los muchos que aparecen en la América: pronto se extinguirá; y han vuelto a otra parte sus miradas, satisfechos de haber dado una solución tan fácil como exacta de los fenómenos sociales que sólo han visto en grupo y superficialmente. A la América del Sur en general, y a la República Argentina sobre todo, le ha hecho falta un Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las teorías sociales, como el viajero científico de barómetros, octantes y brújulas, viniera a penetrar en el interior de nuestra vida política, como en un campo vastísimo y aun no explorado ni descrito por la ciencia, y revelase a la Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las diversas porciones de la humanidad, este nuevo modo de ser que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos.

Hubiérase entonces explicado el misterio de la lucha obstinada que despedaza a aquella República; hubiéranse clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del terreno y a los hábitos que ella engendra; su parte a las tradiciones españolas y a la conciencia nacional, íntima plebeya que han dejado la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte a la influencia de las ideas opuestas que han trastornado el mundo político; su parte a la barbarie indígena; su parte a la civilización europea; su parte, en fin, a la democracia consagrada por la Revolución de 1810, a la igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad.

Este estudio que nosotros no estamos aún en estado de hacer, por nuestra falta de instrucción filosófica e histórica, hecho por observadores competentes, habría revelado a los ojos atónitos de la Europa un mundo nuevo en política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos de la vida salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos. Entonces se habría podido aclarar un poco el problema de la España, esa rezagada de Europa que, echada entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por un ancho istmo y separada del Africa bárbara por un angosto estrecho, está balanceándose entre dos fuerzas opuestas, ya levantándose en la balanza de los pueblos libres, ya cayendo en la de los despotizados; ya impía, ya fanática; ora constitucionalista declarada, ora despótica impudente; maldiciendo sus cadenas rotas a veces, ya cruzando los brazos, y pidiendo a gritos que le impongan el yugo, que parece ser su condición y su modo de existir. ¡Qué! El problema de la España europea, ¿no podría resolverse examinando minuciosamente la España americana, como por la educación y hábitos de los hijos se rastrean las ideas y la moralidad de los padres? ¡Qué! ¿No significa nada para la historia ni la filosofía esta eterna lucha de los pueblos hispanoamericanos, esa falta supina de capacidad política e industrial que los tiene inquietos y revolviéndose sin norte fijo, sin objeto preciso, sin que sepan por qué no pueden conseguir un día de reposo, ni qué mano enemiga los echa y empuja en el torbellino fatal que los arrastra mal de su grado y sin que les sea dado sustraerse a su maléfica influencia? ¿No valía la pena de saber por qué en el Paraguay, tierra desmontada por la mano sabia de jesuitismo, un sabio educado en las aulas de la antigua Universidad de Córdoba, abre una nueva página de la historia de las aberraciones del espíritu humano, encierra a un pueblo en sus límites de bosques primitivos, y borrando las sendas que conducen a esta China recóndita, se oculta y esconde durante treinta años su presa en las profundidades del continente americano, y sin dejarle lanzar un solo grito, hasta que muerto él mismo por la edad y la quieta fatiga de estar inmóvil pisando un pueblo sumiso, éste puede al fin, con voz extenuada y apenas inteligible, decir a los que vagan por sus inmediaciones: ¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, ¡quantum mutatus ob illo! ¡Qué transformación ha sufrido el Paraguay; qué cardenales y llagas ha dejado el yugo sobre su cuello que no oponía resistencia! ¿No merece estudio el espectáculo de la República Argentina que, después de veinte años de convulsión interna, de ensayos de organización de todo género, produce al fin del fondo de sus entrañas, de lo íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia en la persona de Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hostil, si se puede, a las ideas, costumbres y civilización de los pueblos europeos? ¿No se descubre en él el mismo rencor contra el elemento extranjero, la misma idea de la autoridad del Gobierno, la misma insolencia para desafiar la reprobación del mundo, con más su originalidad salvaje, su carácter fríamente feroz y su voluntad incontrastable, hasta el sacrificio de la patria, como Sagunto y Numancia; hasta adjurar el porvenir y el rango de nación culta, como la España de Felipe II y de Torquemada? ¿Es éste un capricho accidental, una desviación momentánea causada por la aparición en la escena de un genio poderoso, bien así como los planetas se salen de su órbita regular, atraídos por la aproximación de algún otro, pero sin sustraerse del todo a la atracción de su centro de rotación, que luego asume la preponderancia y les hace entrar en la carrera ordinaria? M. Guizot ha dicho desde la tribuna francesa: «hay en América dos partidos: el partido europeo y el partido americano; éste es el más fuerte»; y cuando le avisan que los franceses han tomado las armas en Montevideo, y han asociado su porvenir, su vida y su bienestar al triunfo del partido europeo civilizado, se contenta con añadir: «Los franceses son muy entremetidos, y comprometen a su nación con los demás gobiernos.» ¡Bendito sea Dios! M. Guizot, el historiador de la civilización europea, el que ha deslindado los elementos nuevos que modificaron la civilización romana, y que ha penetrado en el enmarañado laberinto de la Edad Media, para mostrar cómo la nación francesa ha sido el crisol en que se ha estado elaborando, mezclando y refundiendo el espíritu moderno; M. Guizot, ministro del rey de Francia, da por toda solución a esta manifestación de simpatías profundas entre los franceses y los enemigos de Rosas: «¡son muy entremetidos los franceses!» Los otros pueblos americanos, que, indiferentes e impasibles, miran esta lucha y estas alianzas de un partido argentino con todo elemento europeo que venga a prestarle su apoyo, exclaman a su vez llenos de indignación: «¡Estos argentinos son muy amigos de los europeos!» Y el tirano de la República Argentina se encarga oficiosamente de completarles la frase, añadiendo: «¡traidores a la causa americana!» ¡Cierto!, dicen todos; ¡traidores!; ésta es la palabra. ¡Cierto!, decimos nosotros; ¡traidores a la causa americana, española, absolutista, bárbara! ¿No habéis oído la palabra salvaje que anda revoloteando sobre nuestras cabezas?

De eso se trata: de ser o no ser salvaje. Rosas, según esto, no es un hecho aislado, una aberración, una monstruosidad. Es, por el contrario, una manifestación social; es una fórmula de una manera de ser de un pueblo. ¿Para qué os obstináis en combatirlo, pues, si es fatal, forzoso, natural y lógico? ¡Dios mío! ¡Para qué lo combatís!... ¿Acaso porque la empresa es ardua, es por eso absurda? ¿Acaso porque el mal principio triunfa se le ha de abandonar resignadamente el terreno? ¿Acaso la civilización y la libertad son débiles hoy en el mundo porque la Italia gima bajo el peso de todos los despotismos, porque la Polonia ande errante sobre la tierra mendigando un poco de pan y un poco de libertad? ¡Por qué lo combatís!... ¿Acaso no estamos vivos los que después de tantos desastres sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra conciencia de lo justo y del porvenir de la patria, porque hemos perdido algunas batallas?, ¡Qué!, ¿se quedan también las ideas entre los despojos de los combates? ¿Somos dueños de hacer otra cosa que lo que hacemos, ni más ni menos como Rosas no puede dejar de ser lo que es? ¿No hay nada de providencial en estas luchas de los pueblos? ¿Concedióse jamás el triunfo a quien no sabe perseverar? Por otra parte, ¿hemos de abandonar un suelo de los más privilegiados de la América a las devastaciones de la barbarie, mantener cien ríos navegables abandonados a las aves acuáticas que están en quieta posesión de surcarlos ellas solas desde ab initio?

¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos, y hacernos a la sombra de nuestro pabellón, pueblo innumerable como las arenas del mar? ¿Hemos de dejar, ilusorios y vanos, los sueños de desenvolvimiento, de poder y de gloria, con que nos han mecido desde la infancia los pronósticos que con envidia nos dirigen los que en Europa estudian las necesidades de la humanidad? Después de la Europa, ¿hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la América? ¿Hay en la América muchos pueblos que estén como el argentino, llamados por lo pronto a recibir la población europea que desborda como el líquido en un vaso? ¿No queréis, en fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en nuestro auxilio, a llamarlas con todas nuestras fuerzas, para que vengan a sentarse en medio de nosotros, libre la una de toda traba puesta al pensamiento, segura la otra de toda violencia y de toda coacción? ¡Oh! ¡Este porvenir no se renuncia así no más! No se renuncia porque un ejército de 20.000 hombres guarde la entrada de la patria; los soldados mueren en los combates; desertan o cambian de bandera. No se renuncia porque la fortuna haya favorecido a un tirano durante largos y pesados años; la fortuna es ciega, y un día que no acierte a encontrar a su favorito entre el humo denso y la polvareda sofocante de los combates, ¡adiós, tirano!; ¡adiós, tiranía! No se renuncia porque todas las brutales e ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más en un momento de extravío en el ánimo de masas inexpertas; las convulsiones políticas traen también la experiencia y la luz, y es ley de la humanidad que los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso, triunfen al fin de las tradiciones envejecidas, de los hábitos ignorantes y de las preocupaciones estacionarias. No se renuncia porque en un pueblo haya millares de hombres candorosos que toman el bien por el mal; egoístas que sacan de él su provecho; indiferentes que lo ven sin interesarse; tímidos que no se atreven a combatirlo; corrompidos, en fin, que conociéndolo se entregan a él por inclinación al mal, por depravación; siempre ha habido en los pueblos todo esto, y nunca el mal ha triunfado definitivamente. No se renuncia porque los demás pueblos americanos no puedan prestarnos su ayuda; porque los Gobiernos no ven de lejos sino el brillo del poder organizado, y no distinguen en la obscuridad humilde y desamparada de las revoluciones los elementos grandes que están forcejeando para desenvolverse; porque la oposición pretendida liberal abjure de sus principios, imponga silencio a su conciencia, y por aplastar bajo su pie un insecto que importuna, huelle la noble planta a que ese insecto se apegaba. No se renuncia porque los pueblos en masa nos den la espalda a causa de que nuestras miserias y nuestras grandezas están demasiado lejos de su vista para que alcancen a conmoverlos. ¡No!; no se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una misión tan elevada, por ese cúmulo de contradicciones y dificultades. ¡Las dificultades se vencen; las contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas!

Desde Chile, nosotros nada podemos dar a los que perseveran en la lucha bajo todos los rigores de las privaciones, y con la cuchilla exterminadora, que, como la espada de Damocles, pende a todas horas sobre sus cabezas. ¡Nada!, excepto ideas, excepto consuelos, excepto estímulos; arma ninguna nos es dado llevar a los combatientes, si no es la que la Prensa libre de Chile suministra a todos los hombres libres. ¡La Prensa!, ¡la Prensa! He aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre nosotros. He aquí el vellocino de oro que tratamos de conquistar. He aquí cómo la Prensa de Francia, Inglaterra, Brasil, Montevideo, Chile y Corrientes, va a turbar tu sueño en medio del silencio sepulcral de tus víctimas; he aquí que te has visto compelido a robar el don de lenguas para paliar el mal, don que sólo fué dado para predicar el bien. He aquí que desciendes a justificarte, y que vas por todos los pueblos europeos y americanos mendigando una pluma venal y fratricida, para que por medio de la Prensa defienda al que la ha encadenado! ¿Por qué no permites en tu patria la discusión que mantienes en todos los otros pueblos? ¿Para qué, pues, tantos millares de víctimas sacrificadas por el puñal; para qué tantas batallas, si al cabo habías de concluir por la pacífica discusión de la Prensa?

El que haya leído las páginas que preceden, creerá que es mi ánimo trazar un cuadro apasionado de los actos de barbarie que han deshonrado el nombre de don Juan Manuel Rosas. Que se tranquilicen los que abriguen ese temor. Aún no se ha formado la última página de esta biografía inmoral; aún no está llena la medida; los días de su héroe no han sido contados aún. Por otra parte, las pasiones que subleva entre sus enemigos, son demasiado rencorosas aún para que pudieran ellos mismos poner fe en su imparcialidad o en su justicia.

Es de otro personaje de quien debo ocuparme. Facundo Quiroga es el caudillo cuyos hechos quiero consignar en el papel. Diez años ha que la tierra pesa sobre sus cenizas, y muy cruel y emponzoñada debiera mostrarse la calumnia que fuera a cavar los sepulcros en busca de víctimas. ¿Quién lanzó la bala oficial que detuvo su carrera? ¿Partió de Buenos Aires o de Córdoba? La historia explicará este arcano. Facundo Quiroga es, empero, el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República Argentina; es la figura más americana que la revolución presenta. Facundo Quiroga enlaza y eslabona todos los elementos de desorden que hasta antes de su aparición estaban agitándose aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local la guerra nacional argentina, y presenta triunfante, al fin de diez años de trabajos, de devastación y de combates, el resultado de que sólo supo aprovecharse el que lo asesinó. He creído explicar la revolución argentina con la biografía de Juan Facundo Quiroga, porque creo que él explica suficientemente una de las tendencias, una de las dos fases diversas que luchan en el seno de aquella sociedad singular.

He evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para completarlos los detalles que han podido suministrarme hombres que lo conocieron en su infancia, que fueron sus partidarios o sus enemigos, que han visto con sus ojos unos hechos, oído otros, y tenido conocimiento exacto de una época o de una situación particular. Aún espero más datos de los que poseo, que ya son numerosos. Si algunas inexactitudes se me escapan, ruego a los que las adviertan que me las comuniquen; porque en Facundo Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación de la vida argentina tal como la han hecho la colonización y las peculiaridades del terreno, a lo cual creo necesario consagrar una seria atención, porque sin esto la vida y hechos de Facundo Quiroga son vulgaridades que no merecerían entrar sino episódicamente en el dominio de la historia. Pero Facundo, en relación con la fisonomía de la naturaleza grandiosamente salvaje que prevalece en la inmensa extensión de la República Argentina; Facundo, expresión fiel de una manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos; Facundo, en fin, siendo lo que fué, no por un accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos de su voluntad, es el personaje histórico más singular, más notable, que puede presentarse a la contemplación de los hombres que comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento social, no es más que el espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia. Alejandro es la pintura, el reflejo de la Grecia guerrera, literaria, política y artística; de la Grecia excéptica, filosófica y emprendedora, que se derrama por sobre el Asia para extender la esfera de su acción civilizadora.

Por esto nos es necesario detenernos en los detalles de la vida interior del pueblo argentino, para comprender su ideal, su personificación.

Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a Facundo Quiroga, como nadie, a mi juicio, ha comprendido todavía al inmortal Bolívar, por la incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su vida. En la Enciclopedia Nueva he leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en el que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia que merece por sus talentos y por su genio; pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo el remedo de la Europa, y nada que me revele la América.

Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana pura, y de ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo su glorioso edificio. ¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja a cualquier general europeo de esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el poncho para presentarlo desde el primer día con el frac, ni más ni menos como los litógrafos de Buenos Aires han pintado a Facundo con casaca de solapas, creyendo impropia su chaqueta, que nunca abandonó. Bien; han hecho un general, pero Facundo desaparece. La guerra de Bolívar pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes; Bolívar es un Charette de más anchas dimensiones. Si los españoles hubieran penetrado en la República Argentina el año 11, acaso nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este caudillo hubiese sido, como aquél, tan pródigamente dotado por la naturaleza y la educación.

La manera de tratar la historia de Bolívar de los escritores europeos y americanos, conviene a San Martín y a otros de su clase. San Martín no fué caudillo popular; era realmente un general. Habíase educado en Europa y llegó a América, donde el Gobierno era el revolucionario, y pudo formar a sus anchas el ejército europeo, disciplinarlo y dar batallas regulares, según las reglas de la ciencia. Su expedición sobre Chile es una conquista en regla, como la de Italia por Napoleón. Pero si San Martín hubiese tenido que encabezar montoneras, ser vencido aquí, para ir a reunir un grupo de llaneros por allá, lo habrían colgado a su segunda tentativa.

El drama de Bolívar se compone, pues, de otros elementos de los que hasta hoy conocemos; es preciso poner antes las decoraciones y los trajes americanos, para mostrar en seguida el personaje. Bolívar es todavía un cuento forjado sobre datos ciertos; Bolívar, el verdadero Bolívar, no lo conoce aún el mundo, y es muy probable que cuando lo traduzcan a su idioma natal, aparezca más sorprendente y más grande aún.

Razones de este género me han movido a dividir este precipitado trabajo en dos partes: la una, en que trazo el terreno, el paisaje, el teatro sobre que va a representarse la escena; la otra, en que aparece el personaje, con su traje, sus ideas, su sistema de obrar; de manera que la primera está ya revelando a la segunda, sin necesidad de comentarios ni explicaciones.

V

CARTA-PRÓLOGO DE LA EDICIÓN DE 1851

Señor don Valentín Alsina:

Conságrole, mi caro amigo, estas páginas que vuelven a ver la luz pública, menos por lo que ellas valen, que por el conato de usted de amenguar con sus notas los muchos lunares que afeaban la primera edición. Ensayo y revelación para mí mismo de mis ideas, el Facundo adoleció de los defectos de todo fruto de la inspiración del momento, sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutada no bien era concebida, lejos del teatro de los sucesos y con propósitos de acción inmediata y militante. Tal como él era, mi pobre librejo ha tenido la fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada a la verdad y a la discusión, lectores apasionados, y de mano en mano, deslizándose furtivamente, guardado en algún secreto escondite, para hacer alto en sus peregrinaciones, emprender largos viajes, y ejemplares por centenas llegar, ajados y despachurrados de puro leídos, hasta Buenos Aires, a las oficinas del pobre tirano, a los campamentos del soldado y a la cabaña del gaucho, hasta hacerse él mismo, en las hablillas populares, un mito como su héroe.

He usado con parsimonia de sus preciosas notas, guardando las más sustanciales para tiempos mejores y más meditados trabajos, temeroso de que por retocar obra tan informe, desapareciese su fisonomía primitiva y la lozana y voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción.

Este libro, como tantos otros que la lucha de la libertad ha hecho nacer, irá bien pronto a confundirse en el fárrago inmenso de materiales, de cuyo caos discordante saldrá un día, depurado de todo resabio, la historia de nuestra patria, el drama más fecundo en lecciones, más rico en peripecias y más vivaz que la dura y penosa transformación americana ha presentado. ¡Feliz yo si, como lo deseo, puedo un día consagrarme con éxito a tarea tan grande! Echaría al fuego entonces, de buena gana, cuantas páginas precipitadas he dejado escapar en el combate en que usted y tantos otros valientes escritores han cogido los más frescos lauros, hiriendo de más cerca, y con armas mejor templadas, al poderoso tirano de nuestra patria.

He suprimido la introducción como inútil, y los dos capítulos últimos como ociosos hoy, recordando una indicación de usted en 1846 en Montevideo, en que me insinuaba que el libro estaba terminado en la muerte de Quiroga[25].

Tengo una ambición literaria, mi caro amigo, y a satisfacerla consagro muchas vigilias, investigaciones prolijas y estudios meditados. Facundo murió corporalmente en Barranca-Yaco; pero su nombre en la Historia podía escaparse y sobrevivir algunos años, sin castigo ejemplar como era merecido. La justicia de la Historia ha caído ya sobre él, y el reposo de su tumba guárdanlo la supresión de su nombre y el desprecio de los pueblos. Sería agraviar a la Historia escribir la vida de Rosas, y humillar a nuestra patria recordarla, después de rehabilitarla, las degradaciones por que ha pasado. Pero hay otros pueblos y otros hombres que no deben quedar sin humillación y sin ser aleccionados. ¡Oh! La Francia, tan justamente erguida por su suficiencia en las ciencias históricas, políticas y sociales; la Inglaterra, tan contemplativa de sus intereses comerciales; aquellos políticos de todos los países, aquellos escritores que se precian de entendidos, si un pobre narrador americano se presentase ante ellos con un libro, para mostrarles, como Dios muestra las cosas que llamamos evidentes, que se han prosternado ante un fantasma, que han contemporizado con una sombra impotente, que han acatado un montón de basura, llamando a la estupidez, energía; a la ceguedad, talento; virtud, a la crápula, e intriga y diplomacia, a los más groseros ardides; si pudiera hacerse esto, como es posible hacerlo, con unción en las palabras, con intachable imparcialidad en la jurisprudencia de los hechos, con exposición lucida y animada, con elevación de sentimientos y con conocimiento profundo de los intereses de los pueblos y presentimiento, fundado en deducción lógica, de los bienes que sofocaron con sus errores y de los males que desarrollaron en nuestro país e hicieron desbordar sobre otros... ¿no siente usted que el que tal hiciera podría presentarse en Europa con su libro en la mano, y decir a la Francia y a la Inglaterra, a la Monarquía y a la República, a Palmerston y a Guizot, a Luis Felipe y a Luis Napoleón, al Times y a la Presse: ¡leed, miserables, y humillaos! ¡He ahí vuestro hombre!, y hacer efectivo aquel ecce homo, tan mal señalado por los poderosos, al desprecio y al asco de los pueblos?

La historia de la tiranía de Rosas es la más solemne, la más sublime y la más triste página de la especie humana, tanto para los pueblos que de ella han sido víctimas, como para las naciones, Gobiernos y políticos europeos o americanos que han sido actores en el drama o testigos interesados.

Los hechos están ahí consignados, clasificados, probados, documentados; fáltales, empero, el hilo que ha de ligarlos en un solo hecho, el soplo de vida que ha de hacerlos enderezarse todos a un tiempo a la vista del espectador y convertirlos en cuadro vivo, con primeros planos palpables y lontananzas necesarias; fáltales el colorido que dan al paisaje los rayos del sol de la patria; fáltales la evidencia que trae la estadística que cuenta las cifras, que impone silencio a los fraseadores presuntuosos y hace enmudecer a los poderosos impudentes. Fáltame para intentarlo interrogar el suelo y visitar los lugares de la escena, oír las revelaciones de los cómplices, las deposiciones de las víctimas, los recuerdos de los ancianos, las doloridas narraciones de las madres que ven con el corazón; fáltame escuchar el eco confuso del pueblo, que ha visto y no ha comprendido, que ha sido verdugo y víctima, testigo y actor; falta la madurez del hecho cumplido y el paso de una época a otra, el cambio de los destinos de la nación, para volver con fruto los ojos hacia atrás, haciendo de la historia ejemplo y no venganza.

Imagínese usted, mi caro amigo, si codiciando para mí este tesoro prestaré grande atención a los defectos e inexactitudes de la vida de Juan Facundo Quiroga ni de nada de cuanto he abandonado a la publicidad. Hay una justicia ejemplar que hacer y una gloria que adquirir como escritor argentino; fustigar al mundo y humillar la soberbia de los grandes de la tierra, llámense sabios o gobiernos. Si fuera rico fundara un premio Montyon para aquél que lo consiguiera.

Envíole, pues, el Facundo sin otras atenuaciones, y hágalo que continúe la obra de rehabilitación de lo justo y de lo digno que tuvo en mira al principio. Tenemos lo que Dios concede a los que sufren: años por delante y esperanza; tengo yo un átomo de lo que a usted y a Rosas, a la virtud y al crimen, concede a veces: perseverancia. Perseveremos, amigo; muramos, usted ahí, yo acá; pero que ningún acto, ninguna palabra nuestra revele que tenemos la conciencia de nuestra debilidad y de que nos amenazan para hoy o para mañana tribulaciones y peligros.

Queda de usted su afectísimo amigo,

Domingo F. Sarmiento.

Yungay, 7 de abril de 1851.

24 Es decir, corrigió las pruebas de la edición de 1868; pues al hacer esta reimpresión y comparar esa edición con la de 1845, no hemos encontrado otra diferencia que la que resulta de la mejor corrección de pruebas.—El Editor de las Obras Completas.

25 Ambos capítulos los reproducimos en esta edición, así como lo fueron en la de París de 1874 y en la edición de las Obras Completas.

Esta edición web
para lectura online
fue publicada por:

Biblioteca Oratlas
www.oratlas.com/biblioteca