Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento

Parte segunda

Capítulo VI

Guerra social: Oncativo

Que cherchez vous? Si vous êtes jaloux de voir un assemblage effrayant de maux et d'horreurs, vous l'avez trouvé.

Shakespeare.

¿Qué había sido de Facundo entretanto? En la Tablada lo había dejado todo: armas, jefes, soldados, reputación; todo, excepto la rabia y el valor. Moral, gobernador de La Rioja, sorprendido por la noticia de tamaño descalabro, se aprovecha de un ligero pretexto para salir fuera de la ciudad, dirigiéndose hacia Los Pueblos, y desde Sañogasta dirige un oficio a Quiroga, cuya llegada supo allí, ofreciéndole los recursos de la provincia. Antes de la expedición a Córdoba las relaciones entre ambos jefes de la provincia, gobernador nominal y caudillo, el mayordomo y el señor, habían aparecido resfriadas. Facundo no había encontrado tanto armamento como el que resultaba de los cómputos que podían hacerse sumando el que existía en la provincia en tal época, más el traído de Tucumán, de San Juan, de Catamarca, etc. Otra circunstancia singular agrava las sospechas que en el ánimo de Quiroga pesan contra el gobernador. Sañogasta es la casa señorial de los Doria Dávila, enemigos de Facundo, y el gobernador, previendo las consecuencias que el espíritu suspicaz de Facundo deducirá de la fecha y lugar del oficio, lo data en Uanchin, punto distante cuatro leguas. Sabe, empero, Quiroga que es de Sañogasta de donde le escribía Moral, y toda duda queda aclarada. Bárcena, un instrumento odioso de matanza que él ha adquirido en Córdoba, y Fontanel, salen con partidas a recorrer Los Pueblos y prender a todos los vecinos acomodados que encuentren. La batida, sin embargo, no ha sido feliz; la caza ha husmeado a los lebreles, y huye despavorida en todas direcciones. Las partidas volvieron con sólo once vecinos que fueron fusilados en el acto. Don Inocencio Moral, tío del gobernador, con dos hijos, uno de catorce años de edad y el otro de veinte; Ascueta, Gordillo, Cantos, chileno; Sotomayor, Barrios, otro Gordillo, Corro, transeúnte de San Juan, y Pasos, fueron las víctimas de aquella jornada. El último, don Mariano Pasos, había experimentado ya en otra ocasión el resentimiento de Quiroga. Al salir para una de sus expediciones, había dicho aquél a un señor Rincón, comerciante como él, al ver el desaliño y desorden de las tropas: «¡Qué gente para ir a pelear!» Sabido esto por Quiroga, hace llamar a ambos aristarcos, cuelga al primero en un pilar de las casas de Cabildo, y le hace dar doscientos azotes, mientras que el otro permanece con los calzones quitados para recibir su parte, de que Quiroga le hace merced. Más tarde, este desgraciado fué gobernador de La Rioja, y muy adicto al general.

El gobernador Moral, sabiendo lo que le aguardaba, huyó, pues, de la provincia, bien que más tarde recibió setecientos azotes por ingrato; pues este mismo Moral es el que participó de los 18.000 pesos arrancados a Dorrego.

Aquel Bárcena de que hablé antes fué el encargado de asesinar al comisionado de la Compañía inglesa de minas. Le he oído yo mismo los horribles pormenores del asesinato, cometido en su propia casa, apartando a la mujer y a los hijos para que dejasen paso a las balas y a los sablazos. Este mismo Bárcena era el jefe de la mazorca que acompañó a Orive a Córdoba, y que en un baile que se daba en celebración del triunfo sobre Lavalle, hacía rodar por el salón las cabezas ensangrentadas de tres jóvenes cuyas familias estaban allí. Porque debe tenerse presente que el ejército que vino a Córdoba en persecución de Lavalle traía una compañía de mazorqueros, que llevaban al costado izquierdo la cuchilla convexa, a manera de una pequeña cimitarra, que Rosas mandó hacer exprofeso en las cuchillerías de Buenos Aires para degollar hombres.

¿Qué motivo tuvo Quiroga para estas atroces ejecuciones? Dícese que en Mendoza dijo a Oro que su único objeto había sido aterrar. Cuéntase que, continuando las matanzas en la campaña sobre infelices campesinos, sobre el que acertaba a pasar por Atiles, campamento general, uno de los Villafañes le dijo con el acento de la compasión, del temor y la súplica: «¿Hasta cuándo, mi general?» «No sea usted bárbaro—contestó Quiroga—; ¿cómo me rehago sin esto?» He aquí su sistema todo entero: el terror sobre el ciudadano para que abandone su fortuna; el terror sobre el gaucho para que con su brazo sostenga una causa que ya no es la suya; el terror suple a la falta de actividad y trabajo para administrar, suple al entusiasmo, suple a la estrategia, suple a todo. Y no hay que alucinarse: el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad. La Rusia lo ejercita desde los tiempos de Iván, y ha conquistado todos los pueblos bárbaros; los bandidos de los bosques obedecen al jefe que tiene en su mano esta coyunda que domeña las cervices más altivas. Es verdad que degrada a los hombres, los empobrece, les quita toda elasticidad de ánimo; que un día, en fin, arranca a los Estados lo que habrían podido dar en diez años; pero, ¿qué importa todo esto al Zar de las Rusias, al jefe de bandidos o al caudillo argentino?

Un bando de Facundo ordenó que todos los habitantes de la ciudad de La Rioja emigrasen a los Llanos, so pena de la vida, y esta orden se cumplió al pie de la letra. El enemigo implacable de la ciudad temía no tener tiempo suficiente para ir matando poco a poco, y le da el golpe de gracia. ¡Qué motiva esta inútil emigración? ¿Temía Quiroga? ¡Oh, sí! ¡Temía en este momento! En Mendoza levantaban un ejército los unitarios, que se habían apoderado del Gobierno; Tucumán y Salta estaban al Norte, y al Oriente Córdoba, la Tablada y Paz; estaba, pues, cercado, y una batida general podía, al fin, empacar al Tigre de los Llanos.

Facundo había hecho alejar sus ganados hacia la cordillera, mientras que Villafañe acudía a Mendoza con fuerzas en apoyo de los Aldaos, y él aglomeraba sus nuevos reclutas en Atiles. Estos terroristas tienen también sus momentos de terror; Rosas también lloraba como un chiquillo y se daba contra las murallas cuando supo la revolución de Chascomús, y once enormes baúles entraban en su casa para recoger sus efectos, y embarcarse una hora antes de que le llegara la noticia del triunfo de Alvarez. ¡Pero, por Dios! ¡No asustéis nunca a los terroristas! ¡Ay de los pueblos desde que el conflicto pasa! Entonces son las matanzas de septiembre y la exposición en el mercado de pirámides de cabezas humanas.

Quedaban en La Rioja, no obstante de la orden de Facundo, una niña y un sacerdote: la Severa y el padre Colina. La historia de la Severa Villafañe es un romance lastimero, es un cuento de hadas en que la más hermosa princesa de sus tiempos anda errante y fugitiva, disfrazada de pastora unas veces, mendigando un asilo y un pedazo de pan otras, para escapar a las asechanzas de algún gigante espantoso, de algún sanguinario Barba Azul. La Severa ha tenido la desgracia de excitar la concupiscencia del tirano, y no hay quien le valga para librarse de sus feroces halagos. No es sólo virtud lo que la hace resistir a la seducción: es repugnancia invencible, instintos bellos de mujer delicada que detesta los tipos de la fuerza brutal, porque teme que ajen su belleza. Una mujer bella trocará muchas veces un poco de deshonor propio por un poco de la gloria que rodea a un hombre célebre, pero de esa gloria noble, y alta, que para descollar sobre los hombres no necesita de encorvarlos ni envilecerlos, a fin de que en medio de tanto matorral rastrero pueda alcanzarse a ver el arbusto espinoso y descolorido. No es otra la causa de la fragilidad de la piadosa Mme. Maintenon, la que se atribuye a Mme. Roland, y tantas otras mujeres que hacen el sacrificio de su reputación por asociarse a nombres esclarecidos. La Severa resiste años enteros. Una vez escapa de ser envenenada por su tigre en una pasa de higo; otra, el mismo Quiroga, despechado, toma opio para quitarse la vida. Un día se escapa de las manos de los asistentes del general, que van a extenderla de pies y manos en una muralla para alarmar su pudor; otro, Quiroga la sorprende en el patio de su casa, la agarra de un brazo, la baña en sangre y bofetadas, la arroja por tierra y con el tacón de su bota le quiebra la cabeza. ¡Dios mío! ¿No hay quien favorezca a esta pobre niña? ¿No tiene parientes? ¿No tiene amigos? ¡Sí tal! Pertenece a las primeras familias de La Rioja; el general Villafañe es su tío; tiene hermanos que presencian estos ultrajes; hay un cura que la cierra la puerta cuando viene a esconder su virtud detrás del santuario. La Severa huye al fin a Catamarca y se encierra en un beaterio. Dos años después pasaba por allí Facundo, y manda que se abra el asilo y la superiora traiga a su presencia a las reclusas. Una hubo que dió un grito al verlo y cayó exánime. ¿No es éste un lindo romance? ¡Era la Severa!

Pero vamos a Atiles, donde se está preparando un ejército para ir a recobrar la reputación perdida en la Tablada, porque no se trata sino de reputación de gaucho cargador. Dos unitarios de San Juan han caído en su poder: un joven Castro y Calvo, chileno, y un Alejandro Carril. Quiroga le pregunta a éste: «¿Cuánto da por su vida?» «Veinticinco mil pesos»—contesta—. «¿Y usted, cuánto da?»—dice al otro—. «Yo sólo puedo dar cuatro mil; soy comerciante y nada más poseo.» Se conoce, en efecto, que es comerciante. Mandan traerse las sumas de San Juan, y ya hay treinta mil pesos para la guerra, reunidos a tan poca costa. Mientras el dinero llega, Facundo los aloja bajo un algarrobo; los ocupa en hacer cartuchos, pagándoles dos reales diarios por su trabajo.

El Gobierno de San Juan tiene conocimiento de los esfuerzos que la familia de Carril hace para mandar el rescate a aquel Duguesclin que no ha hallado oro bastante para apreciarse a sí mismo, y se aprovecha del descubrimiento. Gobierno de ciudadanos, aunque federal, no se atrevía a fusilar ciudadanos y se siente impotente para arrancar dinero a los unitarios. El Gobierno intima orden de salir para Atiles a los presos que pueblan las cárceles; las madres y las esposas saben lo que significa Atiles, y unas primero, otras después, logran reunir las sumas pedidas para hacer volver a sus deudos del camino que conduce a la guarida del tigre. Así, Quiroga gobierna a San Juan con sólo su nombre terrorífico.

Cuando los Aldaos están fuertes en Mendoza y no han dejado en La Rioja un solo hombre, viejo o joven, soltero o casado, en estado de llevar las armas, Facundo se transporta a San Juan a establecer en aquella población, rica entonces en unitarios acaudalados, sus cuarteles generales. Llega y hace dar seiscientos azotes a un ciudadano notable por su influencia, sus talentos y su fortuna. Facundo anda en persona al lado del cañón que lleva la víctima moribunda por las cuatro esquinas de la plaza, porque Facundo es muy solícito en esta parte de la administración; no es como Rosas, que desde el fondo de su gabinete, donde está tomando mate, expide a la mazorca las órdenes que debe ejecutar, para achacar después al entusiasmo federal del pobre pueblo todas las atrocidades con que ha hecho estremecer a la humanidad. No creyendo aún bastante este paso previo a toda otra medida, Facundo hace traer a un viejecito cojo, a quien se acusa o no se acusa de haber servido de baqueano a algunos prófugos, y lo hace fusilar en el acto, sin confesión, sin permitirle decir ni una palabra, porque el Enviado de Dios no se cuida siempre de que sus víctimas se confiesen.

Preparada así la opinión pública, no hay sacrificios que la ciudad de San Juan no esté pronta a hacer en defensa de la federación; las contribuciones se distribuyen sin réplica, salen armas de debajo tierra; Facundo compra fusiles y sables a quien se los presenta. Los Aldaos triunfan de la incapacidad de los unitarios, por la violación de los tratados del Pilar, y entonces Quiroga pasa a Mendoza. Allí era el terror inútil; las matanzas diarias ordenadas por el fraile, de que di detalles en su biografía, tenían helada como un cadáver a la ciudad; pero Facundo necesitaba confirmar allí el espanto que su nombre infundía por todas partes. Algunos jóvenes sanjuaninos han caído prisioneros; éstos por lo menos le pertenecen. A uno de ellos manda hacer esta pregunta: ¿Cuántos fusiles puede entregar dentro de cuatro días? El joven contesta que si se le da tiempo para mandar a Chile a procurarlos y a su casa para recolectar fondos, verá lo que puede hacer. Quiroga reitera la pregunta, pidiendo que conteste categóricamente. «¡Ninguno!» Un minuto después llevaban a enterrar el cadáver, y seis sanjuaninos más le seguían a cortos intervalos. La pregunta sigue haciéndose de palabra o por escrito a los prisioneros mendocinos, y las respuestas son más o menos satisfactorias. Un reo de más alto carácter se presenta: el general Alvarado ha sido aprehendido y Facundo lo hace traer a su presencia.—Siéntese, general—le dice; ¿en cuántos días podrá entregarme 6.000 pesos por su vida?—En ninguno, señor; no tengo dinero.—¡Eh!, pero tiene usted amigos que no lo dejarán fusilar.—No tengo, señor; yo era un simple transeúnte por esta provincia cuando, forzado por el voto público, me hice cargo del gobierno.—¿Para dónde quiere usted retirarse?—continúa después de un momento de silencio.—Para donde S. E. lo ordene.—Diga usted, ¿adónde quiere ir?—Repito que donde se me ordene.—¿Qué le parece San Juan?—Bien, señor.—¿Cuánto dinero necesita?—Gracias, señor; no necesito. Facundo se dirige a un escritorio, abre dos gavetas rehenchidas de oro y retirándose le dice:—Tome, general, lo que necesite.—Gracias, señor, nada. Una hora después el coche del general Alvarado estaba a la puerta de su casa cargado con su equipaje y el general Villafañe, que debía acompañarlo a San Juan, donde a su llegada le entregó 100 onzas de oro de parte del general, suplicándole que no se negase a admitirlas.

Como se ve, el alma de Facundo no estaba del todo cerrada a las nobles inspiraciones. Alvarado era un antiguo soldado, un general grave y circunspecto, y poco mal le había causado. Más tarde decía de él: «Este general Alvarado es un buen militar, pero no entiende nada de esta guerra que hacemos nosotros.»

En San Juan le trajeron un francés, Barreau, que había escrito de él lo que un francés puede escribir. Facundo le pregunta si es el autor de los artículos que tanto le han herido, y con la respuesta afirmativa ¿qué espera usted ahora?, replica Quiroga:—Señor, la muerte.—Tome usted esas onzas y váyase enhoramala.

En Tucumán estaba Quiroga tendido sobre un mostrador.—¿Dónde está el general?—le pregunta un andaluz que se ha achispado un poco para salir con honor del lance.—Ahí dentro; ¿qué se le ofrece?—Vengo a pagar cuatrocientos pesos que me ha puesto de contribución... ¡Como no le cuesta nada a ese animal!—¿Conoce, patrón, al general?—Ni quiero conocerlo, ¡forajido!—Pase adelante; tomemos un trago de caña. Más avanzado estaba este original diálogo, cuando un ayudante se presenta, y dirigiéndose a uno de los interlocutores:—Mi general—le dice...—¡Mi general!...—repite el andaluz abriendo un palmo de boca—. Pues qué... ¿vos sois el general?... ¡Canario! Mi general—continúa hincándose de rodillas—, soy un pobre diablo, pulpero...; ¡qué quiere V. S.!...; se me arruina..., pero el dinero está pronto...; vamos..., ¡no hay que enfadarse! Facundo suelta la risa, lo levanta, lo tranquiliza y le entrega su contribución, tomando sólo 200 pesos prestados, que le devuelve religiosamente más tarde. Dos años después un mendigo paralítico le gritaba en Buenos Aires:—Adiós, mi general; soy el andaluz de Tucumán; estoy paralítico. Facundo le dió seis onzas.

Estos rasgos prueban la teoría que el drama moderno ha explotado con tanto brillo, a saber: que aun en los caracteres históricos más negros hay siempre una chispa de virtud que alumbra por momentos y se oculta. Por otra parte, ¿por qué no ha de hacer el bien el que no tiene freno que contenga sus pasiones? Esta es una prerrogativa del despotismo como cualquier otra.

Pero volvamos a tomar el hilo de los acontecimientos públicos. Después de inaugurado el terror en Mendoza de un modo tan solemne, Facundo se retira al Retamo, adonde los Aldaos llevan la contribución de 100.000 pesos que han arrancado a los unitarios aterrados. Allí está la mesa de juego que acompaña siempre a Quiroga; allí acuden los aficionados del partido; allí, en fin, es el trasnochar a la claridad opaca de las antorchas. En medio de tantos horrores y de tantos desastres, el oro circula allí a torrentes, y Facundo gana al fin de quince días los 100.000 pesos de la contribución, los muchos miles que guardan sus amigos federales y cuanto puede apostarse a una carta. La guerra, empero, pide erogaciones, y vuelven a trasquilar las ovejas ya trasquiladas. Esta historia de las jugarretas famosas del Retamo, en que hubo noche que 130.000 pesos estaban sobre la carpeta, es la historia de toda la vida de Quiroga. «Mucho se juega, general—le decía un vecino en su última expedición a Tucumán.—¡Eh!, ¡esto es una miseria! ¡En Mendoza y San Juan podía uno divertirse! ¡Allá sí que corría dinero! Al fraile le gané una noche 50.000 pesos; al clérigo Lima, otra, 25.000; ¿pero esto?..., ¡estas son pij...!»

Un año se pasa en estos aprestos de guerra y al fin en 1830 sale un nuevo y formidable ejército para Córdoba, compuesto de las divisiones reclutadas en La Rioja, San Juan, Mendoza y San Luis. El general Paz, deseoso de evitar la efusión de sangre, aunque estuviese seguro de agregar un nuevo laurel a los que ya ceñían sus sienes, mandó al mayor Paunero, oficial lleno de prudencia, energía y sagacidad, al encuentro de Quiroga, proponiéndole no sólo la paz, sino una alianza. Créese que Quiroga iba dispuesto a abrazar cualquier coyuntura de transacción; pero las sujestiones de la comisión mediadora de Buenos Aires, que no traía otro objeto que evitar toda transacción y el orgullo y la presencia de Quiroga, que se veía a la cabeza de un nuevo ejército más poderoso y mejor disciplinado que el primero, le hicieron rechazar las propuestas pacíficas del modesto general Paz.

Facundo esta vez había combinado algo que tenía visos de plan de campaña. Inteligencias establecidas en la Sierra de Córdoba habían sublevado la población pastora; el general Villafañe se acercaba por el Norte con una división de Catamarca, mientras que Facundo caía por el Sur. Poco esfuerzo de penetración costó al hábil Paz para penetrar los designios de Quiroga y dejarlos burlados. Una noche desapareció el ejército de las inmediaciones de Córdoba; nadie podía darse cuenta de su paradero; todos lo habían encontrado, aunque en diversos lugares y a la misma hora.

Si alguna vez se ha realizado en América algo parecido a las complicadas combinaciones estratégicas de las campañas de Bonaparte en Italia, es en esta vez en que Paz hacía cruzar la Sierra de Córdoba por 40 divisiones, de manera que los prófugos de un combate fuesen a caer en manos de otro cuerpo apostado al efecto en lugar preciso e inevitable. La montonera, aturdida, envuelta por todas partes, con el ejército a su frente, a sus costados, a su retaguardia, tuvo que dejarse coger en la red que se le había tendido, y cuyos hilos se movían a reloj desde la tienda del general.

La víspera de la batalla de Oncativo aún no habían entrado en línea todas las divisiones de esta maravillosa campaña de quince días, en la que habían obrado combinadamente en un frente de cien leguas. Omito dar pormenor alguno sobre aquella memorable batalla en que el general Paz, para dar valor a su triunfo, publicaba en el Boletín la muerte de 70 de los suyos, no obstante no haber perdido sino 12 hombres en un combate en que se encontraban 8.000 soldados y 20 piezas de artillería. Una simple maniobra había derrotado al valiente Quiroga, y tantos horrores, tantas lágrimas derramadas para formar aquel ejército, habían terminado en dar a Facundo una temporada de jugarretas y algunos miles de prisioneros inútiles a Paz.