Peregrinación de Luz del Día, de Juan Bautista Alberdi
Primera parte
IV
Encuentro de Luz del Día con Tartufo
-¿Quién es este hombre? -se preguntó ella antes de verle. Tenía razón de ser circunspecta en sus primeros pasos en un mundo desconocido, para el que no había traído recomendación personal, con el solo objeto de guardar mejor su incógnito.
-Dos medios tengo para despejar esta incógnita grave y decisiva de mi destino en América -se dijo a sí misma Luz del Día. El primero, es la fisonomía de Tartufo, que conozco como a mis manos. Es verdad que han pasado siglos por él, pero la Hipocresía, como la Verdad, es inmortal y siempre joven. Para el caso, sin embargo, en que el traje o algún otro cambio exterior le disfrace, tengo otra llave, y es la de su conducta moral. Si él hace profesión de enseñarla como educación, yo veré cómo la practica con las mujeres honestas; el mejor catecismo es el ejemplo, y cuando el maestro no es un libro vivo, o el comentario vivo de sus libros, toda su enseñanza es de palabras mentirosas.
Tartufo estaba en cama a las nueve de la mañana, cuando su criada le anunció que una mujer solicitaba obstinadamente el permiso de verle.
-Es imposible -dijo él- ¿no me ve usted en cama? ¿No se lo ha dicho usted a esa mujer?
-Sí, señor, pero parece no ser obstáculo para ella...
Tartufo mira a su criada como buscando un sentido sardónico en esa palabra.
-¿Pero qué cosa es esa mujer? ¿Es una sirvienta?, ¿es una vieja?, ¿es una negra o mulata?
-No, señor; es joven, blanca, rubia, ojos azules como una inglesa.
Tartufo estudia otra vez el gesto de su criada y compone el suyo propio: parece extranjera -añade la criada- por su modo y figura. ¿Quién sabe si no trae alguna carta de recomendación para el señor?
-Es verdad -dice Tartufo aprovechándose de esta insinuación-. Pues bien, déjela usted entrar, y para no autorizar sospecha, si alguno viene durante su visita, diga usted que yo duermo todavía.