Peregrinación de Luz del Día, de Juan Bautista Alberdi
Primera parte
XXXVIII
Aventura horrible que ocurre a Luz del Día
Recogida en su casa, Luz del Día se puso a recapitular en su memoria lo que llevaba visto desde el día de su llegada al suelo americano y no pudo dejar de ver con la mayor tristeza, que no solamente están en América los tipos funestos que tanto mal han hecho en Europa, sino que en cierto modo son los que tienen en sus manos la suerte del nuevo mundo, a ser cierto el ascendiente de que ellos se jactan. Falta por lo tanto saber si en su flujo natural de mentir y alterar la verdad, no se atribuyen la importancia y el influjo que no tienen. Luz del Día determina entonces suspender todo juicio, y antes de volver a ver a ninguno de los bribones con quienes se ha encontrado por su desgracia, prefiere tentar la adquisición de nuevos contactos, a ver si da con uno que la saque de sus tristes aprensiones. Aunque los dos personajes que ha encontrado son a cual peor, Luz del Día no puede consolarse de ver que sea Basilio, es decir, la calumnia y la mentira encarnadas, el que desempeña los papeles más importantes en la realidad, aunque no lo sean en la apariencia.
"Los pícaros no van a las bibliotecas, se dice a sí propia. Allí no van sino los amigos de la verdad, que desean encontrarla por el estudio de la ciencia. Es decir, que allí encontré yo misma el 'Cicerone' de Verdad, que necesito para conocer este país."
Sale de su casa para dirigirse a la biblioteca, pero no sabe dónde está ese establecimiento. Para hacerse conducir, y antes de eso, para almorzar en un "restaurant", necesita dinero menudo, que le falta. Comienza, pues, por ir al Banco, a donde se hace cambiar por billetes de poco valor del país, uno de cien francos que había traído de Francia. El Banco, que tiene a honor ser en su despacho, pronto y fácil, entrega los billetes solicitados, pero como los billetes extranjeros no son conocidos de todos los empleados, se llevó el de cien francos a un empleado conocedor, para que lo examine. Entretanto salió del Banco Luz del Día y se dirigió a un "restaurant" inmediato, donde no faltan gentes del Banco, que la siguen de vista y la ven entrar. La ven igualmente salir de allí y tomar un coche, en que se hace conducir a la biblioteca. Todo esto hace pensar, que si no es una extranjera rica, de buena clase, es una aventurera que abunda en dinero ajeno. Si en vez de ir a la biblioteca, se hubiera dirigido a un café cantante, o a un jardín público, su opinión hubiera sido desde luego más que sospechosa.
La presencia de una mujer joven y bonita en la biblioteca pública, llamó la atención de los que allí estaban leyendo, porque las damas del país no acostumbran ir a las bibliotecas. Todos los que allí se encontraban eran jóvenes, lo que confirmó la esperanza de Luz del Día de hallarse entre la buena fe. No viendo empleado alguno y no sabiendo a quien dirigirse, su vacilación notada por los asistentes, determinó a un joven de los que allí estaban a ofrecerla sus servicios, en atención a que el empleado, su amigo, estaría todavía ausente más de una hora. Luz del Día agradeció el comedimiento y pidió las "Obras de Plutarco".
-¿Cuál de los Plutarcos? -preguntó el oficioso bibliotecario.
-No conozco más que uno -respondió Luz del Día.
-Es que nosotros tenemos dos: uno de los grandes bandidos, y otro de los grandes hombres de bien. El uno es nuestro Plutarco, el otro es un Plutarco extranjero, dijo el joven. Como la biografía es la parte más apropiada de la historia para servir a la educación de la juventud, nuestro Plutarco, en su calidad de educacionista, ha escrito las vidas de nuestros bandidos, para servir a la educación de la juventud de su país.
Huyendo de bandidos, ni por vía de estudio quiso Luz del Día saber de ellos: pidió el "Plutarco" de las gentes de bien y de verdad.
Antes de dárselo, el joven tomó un plumero para quitar el polvo de años enteros, que cubría esos volúmenes; y la polvadura fue tal, que hizo toser a todo el mundo.
-No se diría que esta obra es tan leída como debería suponerse -murmuró Luz del Día.
-No la lee nadie. Estos jóvenes vienen a leer otras cosas.
-Cosas de ciencia, más relacionadas con sus estudios profesionales tal vez -dijo Luz del Día.
-No, señora: aquí nadie viene a perder tiempo en estudios vagos. Ninguno de los concurrentes es hombre de letras ni estudiante de ciencia alguna. Uno de los asistentes que usted ve es peluquero, que viene a estudiar el secreto de teñir los cabellos y la barba; otro es un aficionado a medicina, que estudia los abortivos menos peligrosos. Otro lee mi vida y aventuras...
-¡Libro que está aquí! ¿Pudiera tener el honor de conocer el nombre del personaje con quien hablo? -preguntó Luz del Día.
-"Gil Blas de Santillana", de quien tal vez habrá usted oído hablar más de una vez en Europa.
-¡Entre qué gente, Dios santo, he venido a meterme! -exclamó para sí Luz del Día, desesperada de abatimiento con este nuevo hallazgo. ¿Esto es una biblioteca, o es una academia de salteadores?
No bien hizo esta reflexión, cuando se presentó un soldado de policía en la sala de lectura, buscando una persona en nombre de la justicia criminal. Nada la sorprendió esta aparición a Luz del Día; pero su sorpresa fue sin límites cuando supo que la persona a quien buscaba la justicia criminal, era nada menos que ella misma.
-¡No puede ser! -exclaman juntos con ella, todos los jóvenes allí presentes, como conociendo en su exterior noble y digno que esa mujer no era de su gremio. Debe ser un error, exclamó con calor indignado el generoso Gil Blas...
-Válgale a usted señor, el ser persona de tanta respetabilidad en este país, que si no ya vería como su comedida defensa le valía el ser tomado como cómplice.
-Pero ¿qué delito ha podido cometer esta señora? -preguntan todos a la vez.
-¿"Delito"? nada menos que el "crimen" de falsificación de moneda -dijo el gendarme.
-¡Imposible! -exclaman todos a la vez, con la uniformidad de un protomedicato, que hubiese visto calificar como tísica aquella robusta y linda complexión, que protestaba por sí misma.
-Den gracias, repitió el gendarme, a que todos ustedes son conocidos como gentes decentes y respetables, que si no tendrían que acompañar a esta hermosa señora a donde yo la llevaré de aquí.
-¿Se puede concebir que una mala mujer hubiese venido a perder su tiempo en una biblioteca? -exclama alguno.
-¡Bah! -dice el gendarme-. Bien sabía ella que aquí no encontraría sino jóvenes crédulos y de buen humor.
La confusión de Luz del Día era mayor al verse defendida y sostenida por Gil Blas y por otros como él, nada menos. Es cierto que ellos ignoraban que defendían a la Verdad.
Cuando el gendarme sacó a Luz del Día de la biblioteca para conducirla ante el juez del crimen, todos los que allí estaban la siguieron como para defenderla de la humillación pública por su simpatía inexplicable. Ella entre tanto se defendía sin hablar palabra, por la calma majestuosa de su porte y semblante.