Peregrinación de Luz del Día, de Juan Bautista Alberdi

Primera parte

XXV

Comida de Basilio y Luz del Día en casa de Tartufo

Sentados a la mesa, Tartufo, que por su estado conocía los usos del mundo, tomó su papel de dueño de casa, eclipsándose y dejando toda la iniciativa a sus convidados. Y Basilio que en calidad de Tartufo de cocina o de "misa y olla", no era fuerte en bellos modales, tomó la palabra y no la dejó hasta el fin de la comida. Por fortuna era lo que se deseaba de él. Inútil es decir que el hablar de continuo, no le impedía comer sin interrupción. Entre plato y plato se comía un pan tras otro, pero nunca dejaba de comer y hablar a un mismo tiempo. No necesitó Tartufo, que ya le conocía, recomendar a sus criados que no le escasearan los vinos, pues que el mismo Basilio cuidó de prodigárselos a sí propio, lo cual no podía perjudicar a la jovialidad de la reunión, y al designio de Luz del Día, que era el de ver toda entera la persona moral de Basilio.

No por una idea de civilidad, sino por un cálculo de interés propio, Basilio contrajo su conversación a todo lo qué él presumía que podía ser agradable ó interesante a Luz del Día, para su proyecto de encontrar una colocación en América.

Desde el principio se empeñó en persuadir a Luz del Día que su problema de establecerse en América debía visar dos condiciones: hacer la más grande fortuna posible y hacerla en el más corto tiempo. Y que las bases de su solución debían ser, su juventud y su hermosura de mujer; pues el trabajo propiamente dicho, es estéril para la mujer en América.

Basilio tuvo la modestia de cumplimentar a Luz del Día por haber conocido desde los primeros días de su llegada a América al hombre más capaz de serla útil en la mira que la había traído de Europa. Poco faltó a Luz del Día para soltar la risa.

El se jactó de haber hecho ganar fortunas, posiciones, honores, a infinitos de sus protegidos de ambos sexos; y tanto y tanto se jactó de su importancia, que Luz del Día le preguntó, si tenía el honor de escuchar a un gran canciller, o a un ministro de Estado.

-Soy más que eso, en algún modo -contestó él, ya excitado por el vino.

-¿Un presidente? ¿un jefe supremo del Estado?

-Tanto como eso, en ciertos respectos.

-¿Cuáles, por ejemplo? -preguntó Luz del Día.

-Si yo no soy ministro, yo hago los ministros, o los hago hacer, que viene a ser lo mismo; y no sólo los hago, sino que los sostengo; y no sólo los sostengo, sino que los derribo cuando me conviene o cuando no me sirven. Yo no soy canciller, pero hago los cancilleres o los hago hacer facilitándoles la tarea de sus conquistas, que motivan su elevación. Del mismo modo hago o hago nacer los generales, abriéndoles las puertas de las plazas enemigas por mis amistades con estos últimos.

-¿Por sus amistades?

-Sí; porque la amistad, es en mí, un medio de guerra.

-¿Todos sus medios de hostilizar, son los mismos que sirven a otros para hacer el bien?

-Mis medios, señora, son mi secreto, y mi secreto consiste más que en los medios mismos; en la manera de emplearlos. Los medios son conocidos y comunes; la manera de emplearlos es invención, que me pertenece. La amistad, v.g.: en manos vulgares, es una afección benevolente; en las mías es, al contrario, una arma de guerra. Yo me sirvo de la amistad para destruir, del amor para sacrificar, de los besos para envenenar, de mis abrazos para reventar a un hombre en forma de cariño, de las dádivas para empobrecer a los agraciados, de los honores para deshonrar -dice Basilio.

-Basta -dice Luz del Día...- y naturalmente usted se servirá del odio, de la calumnia, del asesinato, del robo para hacer el bien y la felicidad de los demás, ¿no es verdad?

-No se ría Ud., señora -dice Basilio- porque Ud. habla como si fuese la Verdad misma.