Peregrinación de Luz del Día, de Juan Bautista Alberdi
Tercera parte
XXIV
Fin de la conferencia de Luz del Día
Este discurso fue seguido de un profundo silencio; este silencio, de un profundo bostezo; este bostezo, de un profundo ronquido y de otro y otro, hasta formar un coro, que acabó por despertar al mismo auditorio, sumergido en masa, por la elocuencia de Luz del Día, en el más ultrajante y profundo sueño.
Un coro de silbidos, una lluvia de insultos, un diluvio de pedradas hubiesen dado al amor propio del orador una satisfacción más grande que su dolor de verse despreciado con tanta benignidad e ingenuidad por ese terrible letargo universal de su auditorio.
Ninguno de los asistentes podía comentar ni refutar lo dicho en el discurso, porque ninguno lo había escuchado. Si el primer triunfo del orador elocuente, consiste en llamar la atención de su auditorio, según Aristóteles, su más humillante derrota es verse desatendido hasta no hablar sino para adormecerlo. Un pueblo que insulta y aborrece a la verdad, no está distante de estimarla: el ultraje supone la estimación secreta del mérito envidiado. Pero el silencio de la indiferencia es el más cruel de los ultrajes, porque es el desprecio sincero que se escapa sin quererlo y sin mira de ofender.
Esta noche vio Luz del Día, confirmados los anuncios que había recibido de que Sud-América no sería jamás el país de su reinado. Desde esa manifestación negativa y en fuerza de su cruel significación, determinó trasladarse a la América del Norte, a la "América de la Verdad", como ella la llamó.